Pierde la identidad aquél que es arrastrado siempre por la tormenta. ¿Quién no es deseoso de proteger sus hábitos, sus costumbres? La sociedad opera con valores que le dan un sentido común, de pertenencia. Y todo bajo un régimen moral institucionado, bajo un cielo negro y distante. ¿Qué otra cosa sino regresiones sufre la sociedad? El dinero, máximo orden, regula las relaciones. El hombre, mero espectador, funciona y se desplaza según lo que el dinero valga. Hay todavía más, el Estado confisca y maneja las tierras, y a los hombres. El Estado, operador fundamental, lo reprime todo, a todo quien esté debajo del dinero.
Pierde la identidad el que siempre hace lo mismo, aquél que por cansancio o resignación deja hacer (y de hacer). Está el mercado, por quien todos se desviven.
El mercado, omnipresente y hegemónico
Para que todo funcione, el sistema necesita que la mayoría pierda los sentidos, y las ganas, y el trabajo. Así, en una relación proporcionalmente adecuada, poquísimos se llevan las ilusiones y la vida de aquellos que ni siquiera se lo preguntan. La exclusión es pura obligación para el Impostor (figura moldeada con egoísmo). A la cultura, que lejos de ser nuestra representación, la llevan y la confeccionan desde todavía más lejos, ahí donde algún aburrido decide el rumbo del mundo. A nuestra cultura le arrancaron la raíz, le soplaron las hojas y ahora titubea un nacionalismo terco y engreído. El poder está en unos bolsillos (en unos poquititos bolsillos enormes). El cielo promete piedad a la hora de perder el alma, como para que los desgraciados no dejen nada un poco más contentos. Pero a Dios le dieron un nombre y una función. Es dictador supremo de la castidad y la moral. Después, algo más abajo, tiene funcionarios que lo alquilan todo. El que no quiere, que se vaya, el que no esté de acuerdo que alternativize alguna otra idea.
Orden y jerarquía. Esos son los mandamientos de las organizaciones, ese es el juego de la democracia formal.
Si a alguno lo quedó algo de alma (algún pedacito), más vale lo esconda. Quien tenga afecto para brindar, que sin dudarlo lo reparta. América necesita un soplo un tanto más fuerte. Y voces, y representarse. Y que la quieran.
A la cultura la riegan con intereses y conformismo. La realidad cae, sorprendida, sobre sus actores, desintegrándolos. Pero el sistema se regenera, cada vez más solo.
Tapadita no más con alguna esperanzada garganta, la libertad queda momentáneamente suspendida, porque todos hablan de ella como un objeto por adquirir en la tienda más grande, y a largo plazo.
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