30 ago 2007

Algo de lo que paso esa noche

Cuando despertó, con la boca pastosa, la cabeza pesada, una nausea de encierro inundó la conciencia de Marcos, ¿convenía interpretar el sueño?: El dueño de casa de llama Andrés pero lo nombran distinto, el escritor cree escuchar en por lo menos dos ocasiones que lo apodan fraternalmente de otra manera y piensa que es una lástima desperdiciar ese nombre. El dueño de casa, además, lleva una flor tatuada en el cuello, una flor anaranjada que deslumbra al escritor. Resulta evidente que se ha ingresado a una zona de desencuentros, hay signos incalificables que modifican el oxígeno que se respira, la mente espesa, el humo de mil cigarrillos enredándose en el aire. ¿Aturde esa música de fibra óptica?. El tiempo es un glande que apenas se extiende sobre las habitaciones coloradas. Hay demasiada luz en los ojos, una claridad lastimosa y persistente que le cala los huesos y la soledad, que se ensaña esa noche, pide una piel, una tela alimentada a sangre. El escritor tiene sed, tiene la lengua de un loro. Todos son animales esta noche, hay una pantera y un reptil, hay un gato blanco que dirige la escena en completo silencio. El escritor lo mira en los ojos, le toca el lomo con una mano pesada y torpe que el gato agradece a su modo, un mohín armonioso de ausencias en el alma. Las caras comienzan a confabular y de repente son otras, se arrastran en el tiempo y son mujeres que alguna vez bebieron de una boca parecida a la suya, piensa, el escritor, sin saber por qué lo piensa. ¿Hay odio en alguna parte de la casa?. Los animales se mueven con desconfianza y se justifican como humanos, temen por su imagen en los labios de los otros y andan todos muy enamorados, jugándose como vampiros el último respiro de sangre. El dueño de casa, que es un hombre amable y cocinero lleva en los ojos un brillo iridiscente, tiene una flor, perfecta, anaranjada, una flor que lo besa con veneno en los labios porque es un ángel y es diablo y es de a ratos, también, ese gato blanco que atiende desde lejos las figuras que crecen en la nada. ¿Con un poco menos de luz tal vez?, necesita el escritor. Vuelve a mirar esperanzado y es cierto, los espejos le han quitado el favor de reflejarlo. Esa música plástica que destruye las palabras, ¿por qué no apagarla?. Hay otras canciones que vendrían tan bien.
Detrás de la puerta transparente, una sombra lúcida exagera sus movimientos. El escritor o cualquier otro acompaña esos contornos opacos con los ojos de un pudor irresistible y se obliga a mirar otra parte, ¿Quién te busca corazón?. Un divertimento de Mozart: en abanicos cóncavos los bailarines rumian un rencor encubierto, su amor condicionado, y el escritor, que apenas sostiene su cabeza y tiembla de frío y de sed, se queda con la chica que lo acaricia, ya cansada de ir y volver, porque la chica también ama desesperadamente esa flor anaranjada que le gustaría ser y no es. No hay manchas ni vestigios, siquiera la más nimia mácula en la flor que Andrés, a quien los concurrentes se han empecinado en denominar de otro modo, viste con delicadeza en el costado izquierdo del cuello. Juega, la chica que acaricia al escritor a convertirse un poco en otra hermosura. La propia le lastima los ojos: hay virilidad en los músculos, en el roce de las piernas, una felinidad hostil que atropella los sentidos del escritor, claramente, y del resto de los contertulios, desde un primer instante, cuando presienten que la sangre de ese cuerpo se mueve demasiado rápido y se asustan, repelen; algunos en silencio, a modo de introspección, tal vez, lloran, la chica que acaricia al escritor tiene lindura que ahoga y desborda y le seca la lengua como a un loro. Hay una flor que se cierra apenas con los pétalos como si estuviera enojada con alguien, con el escritor por ejemplo, y la música se levanta en su defensa y enlaza absolutamente las neuronas cansadas del escritor que sale, busca aire en los pasillos, el hielo desproporcionado de los alrededores, y se junta con la chica que lo acaricia en un abrazo obsequioso de un instante, una ínfima ficción de paz. Un camello blanco transita los largos corredores interminables de la casa, miran saludan venden, de cuando en cuando hay rumores de un secreto. Es, la chica que abraza y mira, claramente una pantera, negra, perfecta
El escritor siente; se caen las agujas de un tiempo que se ha vivido y se ve la noche, el frío de la noche y la flor anaranjada pegada a ese cuello ajeno que lo insulta con su nombre y sus maneras, con sus ciudades de lavabo, su clorofila orgánica sus ojos que brillan de ese modo. No hay destierro, solamente la imagen desleal de una chispa arrepentida, un amor, acaso, una dulce idea y el escritor se vuelve poeta y el poema se vuelve flor.

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